El fin (y otros cuentos) Fredric Brown

    El profesor Jones había trabajado en la teoría del tiempo a lo largo de muchos años. 
     - Y he encontrado la ecuación clave - dijo un buen día a su hija -. El tiempo es un campo. La máquina que he fabricado puede manipular, e incluso invertir, dicho campo. 
     Apretando un botón mientras hablaba, dijo: 
     - Esto hará retroceder el tiempo el retroceder hará esto - dijo, hablaba mientras botón un apretando. 
     - Campo dicho, invertir incluso e, manipular puede fabricado he que máquina la. Campo un es tiempo el. - Hija su a día buen un dijo -. Clave ecuación la encontrado he y. 
Años muchos de largo lo a tiempo del teoría la en trabajado había Jones profesor el. 



Fin el.

Y otros cuentos más de este autor:


APRENDED GEOMETRIA 


Henry miró el reloj, a las dos de la mañana cerró el libro desesperado. 
Seguramente lo suspenderían al día siguiente. Cuanto más estudiaba geometría, menos la comprendía. Había fracasado ya dos veces. Con seguridad lo echarían de la Universidad. Sólo un milagro podía salvarlo. Se enderezó. 
¿Un milagro? ¿Por qué no? Siempre se había interesado por la magia. Tenía libros. Había encontrado instrucciones muy sencillas para llamar a los demonios y someterlos a su voluntad. Nunca había probado. Y aquel era el momento o nunca. Tomó de la estantería su mejor obra de magia negra. Era sencillo. Algunas fórmulas. Ponerse a cubierto en un pentágono. Llega el demonio, no puede hacernos nada y se obtiene lo que se desea. ¬El triunfo es vuestro! 
Despejó el piso retirando los muebles contra las paredes. Luego dibujó en el suelo, con tiza, el pentágono protector. Por fin pronunció los encantamientos. 
El demonio era verdaderamente horrible, pero Henry se armó de coraje. 
- Siempre he sido un inútil en geometría - comenzó... 
¬ ¡A quién se lo dices! - replicó el demonio, riendo burlonamente. 
Y cruzó, para devorarse a Henry, las líneas del hexágono que aquel idiota había dibujado en vez del pentágono.





TODO DEPENDE DE UN CABELLO 


La esposa del señor Decker volvió de Haití. 
Había ido sola. Habían decidido pasar un tiempo separados para arreglar luego amistosamente el divorcio. Pero eso nada había cambiado. 
Se detestaban todavía un poco más que antes. 
- Divide en dos partes - Exigió firmemente la señora Decker -. La mitad de tu dinero y de tus bienes. 
- Es ridículo - Replicó con aspereza el señor Decker. 
- ¿Ridiculo, eh? Si quisiera lo tendría todo. En Haití, he estudiado vudú. 
- ¿Y qué? 
- Que si no fuera una mujer honrada morirías por paralización del corazón. El vudú no deja huellas. 
- ¡Tonterias! - Exclamó con superioridad el señor Decker. 
- Bien, permíteme hacer la prueba. ¡Un trozo de uña o de cabello y verás! 
¬ ¡Patrañas! - Afirmó el buen señor Decker. 
- Te hago una proposición, probamos. Si no da resultado, nos divorciamos y no pido nada. Si sale bien, heredo y me voy muy agradecida. 
- De acuerdo - Dijo el señor Decker 
- Trae cera y un alfiler. 
Se miró las uñas. 
- Demasiado cortas. Te daré un cabello. 
Fue al cuarto de baño y volvió con un cabello en un tubo de aspirina. La señora Decker había ablandado ya la cera. Hundió en ella el cabello y la modeló groseramente en forma de ser humano. 
- Lo lamentarás - Aseguró, mientras hundía la aguja en el pecho de la estatuilla. El señor Decker se sorprendió, pero de manera agradable. No creía en el vudú, pero era prudente. Además, siempre le había irritado que su mujer no limpiase nunca el peine. 




CENTINELA 


Estaba húmedo, lleno de barro; tenía hambre y tenía frío y se hallaba a cincuenta mil años de luz de su casa. 
Un sol daba una rara luz y la gravedad, que era el doble de aquella a la que él estaba acostumbrado, hacía difícil cada movimiento. 
Pero en decenas de millares de años esta parte de la guerra no había cambiado. Los pilotos del espacio tenían que ser ágiles con sus diminutas astronaves y sus armas refinadas. Cuando las naves habían aterrizado, era, sin embargo, el soldado de a pie, la infantería, la que tenía que hacerse dueña del terreno, palmo a palmo y costase la sangre que costase. Esto es precisamente lo que sucedía en aquel maldito planeta de una estrella de la que no había oído hablar hasta que puso el pie en él. Y, ahora, era terreno sagrado porque los extranjeros también estaban allí. Los extranjeros, la otra única raza inteligente en la Galaxia..., raza cruel de monstruos abominables y repulsivos. 
Se había tomado contacto con ellos cerca del centro de la Galaxia, después de la colonización lenta y dificultosa de unos doce mil planetas; fue la guerra a primera vista; habían disparado sin tan sólo intentar negociaciones o hacer una paz. 
Ahora se luchaba planeta por planeta, en una guerra amarga. Se sentía húmedo, lleno de polvo, frío y hambriento, el día era crudo con un viento que dolía en los ojos. Pero los extranjeros estaban tratando de infiltrarse y cada puesto avanzado era vital. 
Estaba alerta, con el fusil preparado. A cincuenta mil años de luz de su casa, luchando en un mundo extraño y dudando de si viviría para volver a ver el suyo. 
Y entonces vio a uno de aquellos extranjeros que se arrastraba hacia él. Encaró el fusil y disparó. El extranjero dio este grito extraño que ellos dan y después quedó tendido en el suelo. 
Le hizo temblar el espectáculo de aquel ser tumbado a sus pies. Uno puede acostumbrarse a ello después de un rato, pero él no lo había logrado nunca. ¡Eran unas criaturas tan repulsivas, con solamente dos brazos y dos piernas, y una piel horriblemente clara y sin escamas...! 




LA CONDENA 


Charley Dalton, astronauta procedente de la Tierra, había cometido un grave delito hacía menos de una hora tras su llegada al duodécimo planeta que orbitaba en torno a la estrella Antares. Había asesinado a un antariano. En la mayoría de los planetas, el asesinato era un delito y en otros un acto de civismo. Pero en Antares era un crimen capital. 
- Se le condena a muerte - sentenció solemnemente el juez antariano -. La ejecución se llevará a cabo mediante una pistola de rayos, mañana al amanecer. 
Sin posibilidad alguna de recurrir la sentencia, Charley fue confinado en el Pabellón de los Condenados. 
El Pabellón se componía de 18 lujosas cámaras, todas ellas espléndidamente abastecidas de una gran variedad de viandas y bebidas de todas clases, con cómodo mobiliario y todo aquello que uno pueda imaginar, incluida compañía femenina en cada habitación. 
- ¡Caramba! - dijo Charley. 
El guardián antariano se inclinó y dijo: 
- Es la costumbre en nuestro planeta. En su última noche, a los condenados a muerte se les concede todo lo que deseen. 
- Casi ha merecido la pena el viaje - contestó Charley -. Pero, dígame, ¿cuál es la velocidad de rotación de su planeta? ¿De cuántas horas dispongo? 
- ¿Horas?... Eso debe ser un concepto terrestre. Voy a telefonear al Astrónomo Real. 
El guardián telefoneó y escucho atentamente durante un rato, luego dirigiéndose a Charley Dalton, informó: 
- Tu planeta, la Tierra, realiza 93 revoluciones alrededor de su sol en el transcurso de un periodo de oscuridad en Antares II. Nuestra noche equivale, más o menos, a cien años terrestres. 
El guardián, cuya esperanza de vida era de veinte mil años, se inclinó respetuosamente antes de retirarse. 
Y Charley Dalton comenzó su larga noche de festines, de borracheras y etcétera, aunque no necesariamente en ese orden. 




CICLO 

La señorita Macy trató de ocultar su desprecio. 
- ¿Por qué está todo el mundo tan preocupado? No nos hacen nada, ¿verdad? 
En las ciudades, en todas parte, reinaba un pánico ciego. Pero no en el jardín de la señorita Macy. Esta alzó tranquilamente la vista hacia las monstruosas figuras de casi dos mil metros de estatura, de los invasores. 
Hacía una semana que habían aterrizado en una astronave de ciento cincuenta kilómetros de longitud, en el desierto de Arizona. Casi un millar de ellos había descendido de la nave y ahora exploraban los alrededores. 
Pero, tal como la señorita Macy comentó, no habían hecho daño a nada ni a nadie. No eran lo bastante sustanciales como para afectar a las personas. Cuando uno te pisaba o pisaba la casa donde estabas, se producía una repentina oscuridad y hasta que retiraba el pie y seguía andando, no veías nada; eso era todo. 
No habían prestado atención a los seres humanos, y todo los intentos para comunicarnos con ellos habían fracasado, así como todos los ataques que el ejercito y las fuerzas aéreas emprendieron contra ellos. Los proyectiles que daban en el blanco explotaban en su interior y no les producían daño alguno. Ni siquiera la bomba H que cayó sobre uno de ellos mientras cruzaba una zona desértica le afectó lo más mínimo. 
No nos habían prestado atención alguna. 
- Y eso - dijo la señorita Macy a su hermana, que también era la señorita Macy, ya que ninguna de las dos estaba casada -, es una prueba de que no quieren hacernos daño, ¿no crees? 
- Así lo espero, Amanda - repuso la hermana de la señorita Macy -. Pero mira lo que están haciendo ahora.
Era un día muy claro o, por lo menos, lo había sido. El cielo ostentaba un nítido color azul, y la cabeza y hombros casi humanoides de los gigantes, a un kilómetro y medio de altitud, eran claramente visibles. Pero ahora empezaba a nublarse, y la señorita Macy lo observó mientras seguía la mirada de su hermana hacia lo alto. Cada una de las dos enormes figuras que había a la vista tenía en las manos un objeto parecido a un bidón, y de ellos se escapaba una nube de vaporosa sustancia que descendía lentamente hacia la tierra. 
La señorita Macy olfateó. 
- Están formando nubes. Quizá sea así como se diviertan. Las nubes no pueden hacernos daño. ¿Por qué está todo el mundo tan preocupado? 
Reanudó su tarea. 
- ¿Qué es esto que estás pulverizando, Amanda? ¿Un líquido fertilizante? - le preguntó su hermana. 
- No - contestó la señorita Macy -. Es un insecticida. 





EL SOLIPSISTA 


Walter B. Jehovah, por cuyo nombre no pido excusas desde que realmente fue su nombre, ha sido un solipsista toda la vida. Un solipsista, en el caso de que no conozcas la palabra, es alguien que cree que él es la única cosa que existe realmente, que el resto de la gente y el universo en general existe sólo en su imaginación, y que si él dejara de imaginarlos su existencia acabaría. 
Un día Walter B. Jehovah comenzó a practicar el solipsismo. En una semana su mujer se escapó con otro hombre, perdió su trabajo como agente marítimo y se rompió la pierna en la persecución de un gato negro tratando de evitar que se cruzara en su camino. 
Decidió, en la cama del hospital, acabar con todo. 
Mirando a través de su ventana, hacia las estrellas, deseó que no existieran, y no estuvieron allí nunca más. Entonces él deseó que no existiera ninguna otra persona, y el hospital comenzó a estar demasiado tranquilo incluso para un hospital. Lo siguiente, el mundo, y se encontró suspendido en un vacío. Se libró de su cuerpo, y dió el paso final para tratar de acabar con su propia existencia. 
No ocurrió nada. 
Extraño, pensó. ¿Puede haber un límite para el solipsismo? 
«Sí», dijo una voz. 
«¿Quién eres?», preguntó Walter B. Jehovah. 
«Soy el único que creó el universo que acabas de aniquilar. Y ahora tú has tomado mi lugar». Hubo un enorme suspiro. «Puedo, finalmente, acabar con mi existencia, encontrar olvido, y dejarte tomar posesión». 
«Pero, ¿cómo puedo dejar de existir? Eso es lo que estoy intentando hacer». 
«Sí, lo sé», dijo la voz. «Debes hacerlo del mismo modo que yo lo hice. Crea un universo. Espera hasta que alguien en él crea realmente lo que tú creíste y trate de dejar de existir. Entonces te puedes retirar y dejarle tomar posesión. Adiós.» 
Y la voz se fue. 
Walter B. Jehovah estaba sólo en el vacío, y era la única cosa que podía hacer. 
Creó el cielo y la tierra. 
Tardó siete días.





Llamada

El último hombre sobre la Tierra está sentado a solas en una habitación. Llaman a la puerta…



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