El hombre muerto. Horacio Quiroga
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Ya estaba tendido en la gramilla, acostado sobre el lado
derecho, tal como él quería. La boca, que acababa de abrírsele en toda su
extensión, acababa también de cerrarse. Estaba como hubiera deseado estar, las
rodillas dobladas y la mano izquierda sobre el pecho. Sólo que tras el
antebrazo, e inmediatamente por debajo del cinto, surgían de su camisa el puño
y la mitad de la hoja del machete, pero el resto no se veía.
El hombre intentó mover la cabeza en vano. Echó una
mirada de reojo a la empuñadura del machete, húmeda aún del sudor de su mano.
Apreció mentalmente la extensión y la trayectoria del machete dentro de su
vientre, y adquirió fría, matemática e inexorable, la seguridad de que acababa
de llegar al término de su existencia. La muerte. En el transcurso de la vida
se piensa muchas veces en que un día, tras años, meses, semanas y días
preparatorios, llegaremos a nuestro turno al umbral de la muerte. Es la ley
fatal, aceptada y prevista; tanto, que solemos dejarnos llevar placenteramente
por la imaginación a ese momento, supremo entre todos, en que lanzamos el
último suspiro. Pero entre el instante actual y esa postrera expiración, ¡qué
de sueños, trastornos, esperanzas y dramas presumimos en nuestra vida! ¡Qué nos
reserva aún esta existencia llena de vigor, antes de su eliminación del
escenario humano! Es éste el consuelo, el placer y la razón de nuestras
divagaciones mortuorias: ¡Tan lejos está la muerte, y tan imprevisto lo que
debemos vivir aún! ¿Aún...?
No han pasado dos segundos: el sol está exactamente a la
misma altura; las sombras no han avanzado un milímetro. Bruscamente, acaban de
resolverse para el hombre tendido las divagaciones a largo plazo: se está
muriendo. Muerto. Puede considerarse muerto en su cómoda postura. Pero el
hombre abre los ojos y mira. ¿Qué tiempo ha pasado? ¿Qué cataclismo ha
sobrevivido en el mundo? ¿Qué trastorno de la naturaleza trasuda el horrible
acontecimiento?
Va a morir. Fría, fatal e ineludiblemente, va a morir.
El hombre resiste
-¡es tan imprevisto ese horror!- y piensa: es una pesadilla; ¡esto es! ¿Qué ha
cambiado? Nada. Y mira: ¿no es acaso ese el bananal? ¿No viene todas las
mañanas a limpiarlo? ¿Quién lo conoce como él? Ve perfectamente el bananal, muy
raleado, y las anchas hojas desnudas al sol. Allí están, muy cerca,
deshilachadas por el viento. Pero ahora no se mueven... Es la calma del
mediodía; pero deben ser las doce.
Por entre los bananos, allá arriba, el hombre ve desde el
duro suelo el techo rojo de su casa. A la izquierda entrevé el monte y la
capuera de canelas. No alcanza a ver más, pero sabe muy bien que a sus espaldas
está el camino al puerto nuevo; y que en la dirección de su cabeza, allá abajo,
yace en el fondo del valle el Paraná dormido como un lago. Todo, todo exactamente
como siempre; el sol de fuego, el aire vibrante y solitario, los bananos
inmóviles, el alambrado de postes muy gruesos y altos que pronto tendrá que
cambiar...
¡Muerto! ¿pero es posible? ¿no es éste uno de los tantos
días en que ha salido al amanecer de su casa con el machete en la mano? ¿No
está allí mismo con el machete en la mano? ¿No está allí mismo, a cuatro metros
de él, su caballo, su malacara, oliendo parsimoniosamente el alambre de púa?
¡Pero sí! Alguien silba. No puede ver, porque está de espaldas al camino; mas
siente resonar en el puentecito los pasos del caballo... Es el muchacho que
pasa todas las mañanas hacia el puerto nuevo, a las once y media. Y siempre
silbando... Desde el poste descascarado que toca casi con las botas, hasta el cerco
vivo de monte que separa el bananal del camino, hay quince metros largos. Lo
sabe perfectamente bien, porque él mismo, al levantar el alambrado, midió la
distancia.
¿Qué pasa, entonces? ¿Es ése o no un natural mediodía de
los tantos en Misiones, en su monte, en su potrero, en el bananal ralo? ¡Sin
duda! Gramilla corta, conos de hormigas, silencio, sol a plomo... Nada, nada ha
cambiado. Sólo él es distinto. Desde hace dos minutos su persona, su
personalidad viviente, nada tiene ya que ver ni con el potrero, que formó él
mismo a azada, durante cinco meses consecutivos, ni con el bananal, obras de
sus solas manos. Ni con su familia. Ha sido arrancado bruscamente,
naturalmente, por obra de una cáscara lustrosa y un machete en el vientre. Hace
dos minutos: Se muere.
El hombre muy fatigado y tendido en la gramilla sobre el
costado derecho, se resiste siempre a admitir un fenómeno de esa trascendencia,
ante el aspecto normal y monótono de cuanto mira. Sabe bien la hora: las once y
media... El muchacho de todos los días acaba de pasar el puente.
¡Pero no es posible
que haya resbalado...! El mango de su machete (pronto deberá cambiarlo por
otro; tiene ya poco vuelo) estaba perfectamente oprimido entre su mano
izquierda y el alambre de púa. Tras diez años de bosque, él sabe muy bien cómo
se maneja un machete de monte. Está solamente muy fatigado del trabajo de esa
mañana, y descansa un rato como de costumbre. ¿La prueba...? ¡Pero esa gramilla
que entra ahora por la comisura de su boca la plantó él mismo en panes de
tierra distantes un metro uno de otro! ¡Ya ése es su bananal; y ése es su
malacara, resoplando cauteloso ante las púas del alambre! Lo ve perfectamente;
sabe que no se atreve a doblar la esquina del alambrado, porque él está echado
casi al pie del poste. Lo distingue muy bien; y ve los hilos oscuros de
sudor que arrancan de la cruz y del anca. El sol cae a plomo, y la calma es muy
grande, pues ni un fleco de los bananos se mueve. Todos los días, como ése, ha
visto las mismas cosas.
...Muy fatigado, pero descansa solo. Deben de haber
pasado ya varios minutos... Y a las doce menos cuarto, desde allá arriba, desde
el chalet de techo rojo, se desprenderán hacia el bananal su mujer y sus dos
hijos, a buscarlo para almorzar. Oye siempre, antes que las demás, la voz de su
chico menor que quiere soltarse de la mano de su madre: ¡Piapiá! ¡Piapiá!
¿No es eso...? ¡Claro, oye! Ya es la hora. Oye
efectivamente la voz de su hijo... ¡Qué pesadilla...! ¡Pero es uno de los
tantos días, trivial como todos, claro está! Luz excesiva, sombras
amarillentas, calor silencioso de horno sobre la carne, que hace sudar al
malacara inmóvil ante el bananal prohibido.
...Muy cansado, mucho, pero nada más. ¡Cuántas veces, a
mediodía como ahora, ha cruzado volviendo a casa ese potrero, que era capuera
cuando él llegó, y antes había sido monte virgen! Volvía entonces, muy fatigado
también, con su machete pendiente de la mano izquierda, a lentos pasos. Puede
aún alejarse con la mente, si quiere; puede si quiere abandonar un instante su
cuerpo y ver desde el tejamar por él construido, el trivial paisaje de siempre:
el pedregullo volcánico con gramas rígidas; el bananal y su arena roja: el
alambrado empequeñecido en la pendiente, que se acoda hacia el camino. Y más
lejos aún ver el potrero, obra sola de sus manos. Y al pie de un poste
descascarado, echado sobre el costado derecho y las piernas recogidas,
exactamente como todos los días, puede verse a él mismo, como un pequeño bulto
asoleado sobre la gramilla -descansando, porque está muy cansado.
Pero el caballo rayado de sudor, e inmóvil de cautela
ante el esquinado del alambrado, ve también al hombre en el suelo y no se
atreve a costear el bananal como desearía. Ante las voces que ya están próximas
-¡Piapiá!- vuelve un largo, largo rato las orejas inmóviles al bulto: y
tranquilizado al fin, se decide a pasar entre el poste y el hombre tendido que
ya ha descansado.
Una versión libre del cuento
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